Manuel Belgrano (fragmento de Felipe Pigna)

    En un nuevo anivesario de la muerte de uno de los más grandes de los nuestros, comparto con ustedes este fragmento de mi libro Manuel Belgrano, el hombre del bicentenario.
    Un final con penas y olvido
    Belgrano emprendió el último viaje de su vida. En el largo recorrido de Tucumán hasta Buenos Aires lo acompañaron sus asistentes Jerónimo Helguera y Emilio Salvigni; su capellán, el padre Villegas, y su amigo y médico, el doctor Redhead. El trayecto se hizo muy penoso por su pésimo estado de salud: fatiga por la mala respiración, taquicardia, edemas generalizados e insomnio.
    Buscando un mejor ambiente para su reposo y recuperación, la familia lo llevó a la quinta de San Isidro, donde a comienzos de abril le escribía a un amigo:
    Desde el día 1º de este me hallo entre los míos sin haber experimentado cosa alguna en el camino; es verdad que al aproximarse oía ya decir de los desertores de Buenos Aires que efectivamente han sido de tamaño, según cuentan y todavía parece que no hay tranquilidad, pero se cree que con las medidas que toma el gobernante todo volverá al orden a su modo y según las ideas del día.
    Pero el “gobernante” era nuestro viejo conocido y muy poco amigo de Belgrano, Manuel de Sarratea. Había regresado a las Provincias Unidas en 1817, tras el fracaso de su “negocio de Italia” y demás intentos monárquicos en Europa. Después de Cepeda, mostrando una capacidad camaleónica que sorprendía incluso a los ya curtidos hombres de la política porteña de entonces, fue nombrado gobernador provisorio de Buenos Aires, que de ahí en más sería una provincia formalmente igual que las demás –aunque se las ingeniaría para recuperar su hegemonía, gracias al puerto y la aduana–. Sarratea había firmado el Tratado del Pilar con López y Ramírez, que establecía las relaciones interprovinciales. Pero lejos de lograr el “orden” en su provincia, contribuiría a la famosa “anarquía del año 20”, signada por las luchas entre las distintas facciones de la elite porteña, cuya máxima expresión simbólica se produciría en junio, con una seguidilla de titulares del gobierno.
    De Sarratea y sus “ideas del día” no era mucho lo que le cabía esperar a Belgrano, cuya situación económica era desesperante. En una nota del 13 de abril, le detallaba al gobernador bonaerense los sueldos que le debía el Estado. Sumaban 13.000 pesos. Seis días después, ante la falta de respuesta, tuvo que reiterar su pedido:
    Estrechado por instantes por las amarguras que me causa la extrema indigencia en que me veo reducido, padece de un modo inexorable mi espíritu y mis males, por estos que se agravan cada día más y más. Me acompañan a estos algunos familiares, que después de haberme servido con fidelidad no pueden recibir hoy mis auxilios de su curación, por lo que es más ni aun casi alimentos. A otros que debo despedir su justo trabajo, me mortifican, me sirve de mayor carga en los gastos y padecen inculpablemente sin poder retirar a sus destinos.
    Nada de esto conmovió a Sarratea que, como decíamos en el capítulo anterior, vería en esta rendición de cuentas la oportunidad de lastimar a Belgrano porque había osado reclamarle las cuentas de gastos de su socio el conde de Cabarrús en su “negocio de Italia”. Terminó por liquidarle una cifra humillante. A Belgrano ya no le quedaban objetos de valor para vender y a su médico, el doctor Redhead, tuvo que pagarle con su reloj y su coche.
    El 25 mayo dictó su testamento en que declaró heredero a su hermano Domingo. Lo nombró patrono de las escuelas para cuya construcción había donado 40.000 pesos oro y le pidió especialmente que se encargara de la crianza, manutención y educación de su hija Manuela Mónica, a la que le había dejado en Tucumán una cuadra de terreno.
    El 3 de junio pasó su cumpleaños número 50 en compañía de algunos amigos y sus hermanos Miguel, Domingo y Juana. El doctor Sullivan tocó el clavicordio para distraerlo aunque más no fuera de aquellos tremendos dolores finales y de la depresión que le causaba su situación económica.
    Unos días después tuvo la grata sorpresa de recibir la visita de su querido compañero de armas Gregorio Aráoz de Lamadrid, aquel guerrero temerario que al final de sus días “coleccionaría” más de cien heridas en su cuerpo, a las que gustaba llamar “condecoraciones” de innumerables batallas. Recuerda Lamadrid:
    Pasé a saludar a mi general Manuel Belgrano […]. Encontré al general sentado en su poltrona y bastante agobiado por su enfermedad. Mi vista le impresionó en extremo, no menos que a mí la suya.
    Se estrecharon en un profundo abrazo y Belgrano le alcanzó unos papeles. Eran unas memorias que había comenzado a escribir Gregorio en Fraile Muerto dos años atrás. Le pidió que las revisara y las continuara: “Estos apuntes –le dijo– los hizo usted muy a la ligera; es menester que los recorra y detalle más prolijamente y me los traiga”. Hablaron de recuerdos comunes, de los pastos quemados en Tucumán, de aquellos días felices del triunfo y, lógicamente de la grave situación que se vivía en esos días de guerra civil.
    Le dijo a su amigo Celedonio Balbín, que lo visitó en su lecho de enfermo terminal:
    Amigo Balbín, me hallo muy malo, duraré pocos días, espero la muerte sin temor, pero llevo un gran sentimiento al sepulcro: muero tan pobre, que no tengo cómo pagarle el dinero que usted me tiene prestado, pero no lo perderá. El gobierno me debe algunos miles de pesos de mis sueldos; luego que el país se tranquilice lo pagarán a mi albacea, el que queda encargado de satisfacer a usted con el primer dinero que reciba.
    La noche del 19 de junio de 1820, la última de Manuel en este mundo, la fiebre se lo llevó por un rato al terreno de los recuerdos, a unas borrosas imágenes infantiles en el mismo barrio y la misma habitación en la que ahora se moría, los olores frutales de naranjos y azahares, los gritos sonoros de los negros en el fondo de la casa. El viaje a Europa, las aulas, pero también las chicas de Salamanca. Los debates interminables en el Consulado, las noches robadas al amor de Josefa en su estudio escribiendo informes y memorias sobre industria, educación y justicia social que algún día alguien leería y entendería. Aquel sol de Rosario, las baterías del Paraná y la bandera. El éxodo, las caras hermosas y dignas de los changuitos jujeños. La gloria de Tucumán, el amor de Dolores, su querida hijita Manuela Mónica. El triunfo de Salta y ese sabor de la justicia que tanto le costó degustar después. Trataba de evitar en aquel recorrido febril los malos tragos, los traidores, los ingratos y todos esos personajes que él mismo había definido como “partidarios de sí mismos”. La tos y un ahogo convulsivo lo trajeron de vuelta a aquel helado anteúltimo día del otoño porteño.
    La noche fue agitada y a las 7 de la mañana del 20 de junio de 1820, sin que nadie lo notara en esa caótica Buenos Aires del “día de los tres gobernadores”, moría Manuel Belgrano. Alcanzó a decir unas últimas palabras: “Yo espero que los buenos ciudadanos de esta tierra trabajarán para remediar sus desgracias. Ay, Patria mía”.
    Dice uno de sus biógrafos más exhaustivos que, al practicar la autopsia, el doctor Juan Sullivan notó que Belgrano tenía un corazón más grande que el común de los mortales.
    En junio de 2012, gracias a la invitación del doctor López Rosetti, pude participar de un “Ateneo anatomo-clínico” que se realizó en el Instituto de Cardiología del Hospital Italiano de Buenos Aires. En él se hizo una muy interesante experiencia de reconstrucción histórica y médica, que permitió llegar a un diagnóstico de la causa de la muerte: una insuficiencia cardíaca, que en su evolución afectó también el funcionamiento hepático y renal.
    Solo un periódico de Buenos Aires, El Despertador Teofilantrópico, dirigido por el padre Castañeda, dio cuenta de lo ocurrido: “Es un deshonor a nuestro suelo, es una ingratitud que clama el cielo, el triste funeral, pobre y sombrío que se hizo en una iglesia junto al río, al ciudadano ilustre general Manuel Belgrano”. Ni la Gaceta, que era el periódico oficial, ni El Argos, que se jactaba en su subtítulo de tener cien ojos para ver la realidad, informaron sobre la muerte de Manuel Belgrano. Para ellos no fue noticia.
    Solo al año siguiente el gobierno se dignaría disponer que se le rindiesen honores fúnebres, con una misa en la Catedral y una parada militar, y un anónimo redactor de la Gaceta pediría: “Disculpa a tus compatriotas, ilustre sombra de Belgrano, si recién se han acercado a derramar lágrimas sobre el sepulcro que encierra tus cenizas”.




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