Los sapos de la memoria
“No hay tumbas para la verdad” en Los sapos de la memoria, cap. XIV.
1
No hay tumbas para la verdad
Graciela Bialet
¿Nos bastará esgrimir
los argumentos de la inocencia?
Osvaldo Pol
El tío Hugo cumplió como siempre su palabra y
me consiguió el libro que había elaborado la Comisión
Nacional sobre la Desaparición de Personas.
Yo quería revisar ese informe para ver si encontraba
el nombre de mi mamá que estaba desaparecida
desde la última dictadura militar. Desaparecida.
Como si se hubiese desvanecido en el aire, o se la
hubiera tragado la tierra, o esfumado como por arte
de magia, según parecía creer mi abuela intentando
argumentarme la vida con ositos de peluche aún a
mis 17 años.
Aquel día a la salida de clases, le dije a la abuela
Esther que me iba a estudiar a lo de un compañero
que ella no conocía, pero en realidad me fui al departamento
de Rogelio. A esa hora, seguro, estaba
en su oficina. Él siempre dejaba las llaves bajo un
mosaico flojo del pasillo y yo sabía que podía usarlo
para todo tipo de emergencias.
En realidad, Rogelio esperaba que fuera con chicas
para luego expurgar con lujo de detalles la confesión
de mis amores y disfrutar mis pasiones de
juguete como viviendo así una juventud distinta a la
suya entre rejas. Él estuvo preso desde los dieciocho
hasta los veinticinco años por repartir volantes
subversivos en la puerta de la facultad; y en la cárcel
conoció y compartió celda y golpes con mi viejo.
Creo que por eso, a veces se la da de padre conmigo
y me repudre con consejos de inconfesada procedencia
machista; pero me divierte mucho cuando
inventa fábulas mezclando mi realidad con sus ficciones
en cuentos que, de pequeño, me hacían sentir
un pánico varonilmente apadrinado, desasfixiándome
de tanta abuela. Pobre Rogelio, cuando estoy de
humor le sirvo unas cervezas y le sigo la corriente,
porque sé que arma el rompecabezas de su historia
con mis breves piezas de experiencia; y además porque
le debo una: él fue la única y última compañía de
mi papá antes de morir en cana.
Por lo que Rogelio me cuenta de aquella época,
todo era subversivo: pensar distinto era subversivo,
ser joven era un delito subversivo, hacer el amor
antes de casarse era promiscuidad subversiva, cantar
las canciones de John Lennon era reproducir
modelos subversivos, usar el pelo largo y los jeans
desflecados era un modo de mostrarse subversivo.
Para mí que creer que todo era subversivo estaba
de moda.
Me instalé cómodamente en la cocina de Rogelio
y me preparé unos mates, decidido a no moverme
de allí hasta encontrar lo que buscaba, y aunque
estuve tentado de llamar a Carola aprovechando la
intimidad de la ocasión –“Ay, Carola, cómo me gusta
verte, tocarte, sentirme en tu cielo, derretirme en
tu verde misterio, ¡ah!” –opté por bancármelas solo
con mis problemas. Tal vez su magia me susurró que
hay pasiones que sólo se viven con uno mismo.
Revisé el libro hoja por hoja esquivando las ganas
de vomitar que me producía cada relato, en la certeza
de que eso no había sido investigado y escrito
bajo anestesia de ninguna cerveza, y comprobé que
los cuentos de terror de Rogelio sólo eran nanas infantiles
al lado de aquellas desgarradoras historias
del libro: secuestros, centros clandestinos de detención,
el exterminio como arma política, la impunidad
con que los represores se movían, actitudes de la
iglesia, de algunos funcionarios, cómo se coordinaba
la represión en toda Latinoamérica, documentos,
listas de detenidos desaparecidos, niños, embarazadas
y adolescentes torturados.
Leyendo sobre los niños arrebatados de su hogar
junto a sus padres, pensé en mi suerte y en mi
mamá, abandonándome escondido en el canasto de
la ropa sucia. Sólo recuerdo gritos extraños, y a ella
diciéndome algo mientras me tapaba con manteles
y camisas adentro de un cesto de mimbre. ¿Qué sucedió
aquella noche? ¿Por qué me dejaron allí? ¿No
me habrían visto? ¿O en realidad yo no estaba ahí
cuando secuestraron a mi madre?
–¡Oh!, Camilo, ¿otra vez con eso? Ya te he dicho
una y mil veces que la vida sigue desovillando su
carretel y el hilo nos teje artesanalmente a un destino.
No tientes a la avispa de los recuerdos –me
dice mi abuela cada vez que le pregunto, dando por
terminado el tema con un oportuno suspiro al borde
del infarto. Ella nunca supo explicarme bien lo que
pasó, pareciera que mi vida comenzó el día que aparecí
en su casa.
El informe seguía su repugnante relato: el saqueo
y el lucro de la represión, la familia como víctima,
inválidos y lisiados también blancos para la tortura,
allanamientos.
Los capítulos se sucedían uno al otro sin mermar
su asqueroso discurso.
El mate amargo endulzaba la lectura.
Finalmente, en la página 323 encontré el nombre
de mi mamá: Ana Calónico de Juárez, 26 años, secuestrada
de su domicilio el 21 de septiembre de
1977.
La vista se me acalambró y se resistía a leer. A
regañadientes obligué a mis ojos a dar sus saltos decodificando
líneas y letras. Eran solo seis renglones.
Pensé inmediatamente en no volver a dirigirle la
palabra a la abuela, porque si ella había recurrido a
todos los organismos de defensa de los derechos
humanos buscando a mamá, como me había dicho,
la hubiera encontrado hace mucho en esta maldita
página 323 igual que yo.
Me sentía brutalmente estafado, pero mi curiosidad
iba más rápido que la bronca y seguí leyendo.
Así me enteré que mamá había sido vista en un
destacamento militar utilizado como centro de detención
clandestino llamado La Perla. Allí la habían
torturado con electricidad atada a un elástico metálico
luego de ser violada por varios guardias, y no se
supo más de ella después de que la sacaron en un
camión junto a otras dos mujeres. Se presume que
fueron arrojadas al pozo de una cantera de cal sin
apagar, a pocos kilómetros del lugar de cautiverio.
Me floreció un sudor pegajoso en la cara y quedé
ciego no sé por cuánto tiempo. Hubiera querido llorar
con calma, pero la furia se me agitaba en el pecho
arremolinándome los rencores y no me dejaba
comportar como hubiera sido debido.
–¡Los odio! ¡Malditos hijos de puta! –grité zambulléndome
en el mantel. Me levanté tirando hacia
atrás la silla y pateé doscientas veces una alfombra
de cuero de vaca que Rogelio tenía entre la cocina y
el living, dejándola hecha un bollo frente a la puerta
de entrada.
Una fuerza irreconocible que me nacía del alma
me cristalizó la garganta y tuve que hacer un enorme
esfuerzo para llegar al baño a echarme agua sobre la
cabeza y poder así volver a respirar.
Imaginé todas las traidoras razones por las cuales
me ocultaron la verdad sobre la muerte de mi
madre. ¿Acaso uno no es dueño de su historia, por
dolorosa y terrible que sea?
Me sentí culpable de tener bronca contra mamá
por haberme dejado solo en ese canasto sucio; creo
que alguna vez hasta llegué a odiarla. Me brotaron
unas ganas terribles de poder pedirle perdón. Quise
abrazarla en mis recuerdos pero la había borrado
para no sentir ese odioso sentimiento de abandono.
¿Cómo era su cara? ¿Sus ojos? ¿Su pelo acariciaba
en abrazos como los de la madre de mis amigos?
¿Era más bonita cuando se reía o cuando cantaba?
¿Jugaba conmigo? ¿Su risa sonaba a cascada o a pájaro?
¿Cómo era más allá del celuloide de las fotos?
¿Cómo era que no me acuerdo?
¡No tenían derecho a obligarme a olvidar! Yo quisiera
pensar en ella y recordar su rostro, su sonrisa.
¡No les voy a perdonar nunca que me mintieran,
porque ocultarme hasta el más mínimo detalle, es
como haberme mentido en todo! ¿Qué se creyeron?
¿Vivieron en mí lo que perdieron?: la abuela a su hija,
Rogelio su juventud. Ellos tienen sus recuerdos, por
asquerosos o tristes que sean, ¿pero yo?
“Al único que pienso seguir dándole bola es al tío
Hugo”, pensaba entre cortinas de bronca.
Creo que por primera vez en la vida sentí deseos
incontenibles de morirme de pena.
Quería que el centrifugado de imágenes, gritos y
sudores que me sacudían, acabara destripándome.
Hubiera deseado encender el fuego más irremediable
del universo para quemar todo.
Me hubiera arrancado los ojos para que dejaran de
pincharme las entrañas y empecé a sentir aquella furia
incontrolable de hacía unos momentos. Pero justo
cuando estaba envuelto en la peor llamarada de
odio, vino a mi rescate una luz infinitamente celeste,
como un retazo de cielo desperdigando esencias de
vida, y se instaló delante mío la sonrisa de mamá,
aquella que me perseguía en sueños por las noches.
Ella se plantó frente a mí, en camisón, con su rostro
acaramelado de canción de cuna, y acariciándome
entre el mimbre de aquel viejo canasto, cantó
una canción de cuna extraña:
“Botón, botella, soy hija de las estrellas.
Camilito, camilón, mi hijo será gorrión”.
Vi su rostro joven y sereno. Recordé sus nanas
y las figuras que hacíamos con masa de sal cuando
volvía de su trabajo. Me acordé de las cuadras
que caminábamos juntos desde la guardería a casa,
contándome adivinanzas y juegos de palabras que
yo trataba de repetir en mi media lengua. Escuché
mi voz de niño llamándola “mamana, mamanita”,
compactando sus nombres, y a ella festejando mi
picardía. Sentí su olor a margaritas frescas, su risa
de sapo croando hipos que me arrancaban carcajadas,
y caricias que ya no quería olvidar.
Su imagen se plantó frente a mí como en una nube
de reminiscencias recién cortadas.
Era mi mamá, era ella. Lo supe porque luego de
un momento, me recordó aquel: “Te quiero con toda
mi alma, hijito; lo mejor que tengo para darte es la
libertad. No lo olvides nunca” –con el que me despidió
esa noche de horrores entre el mimbre. Entonces
me envolvió un perfume salado de recuerdos
devolviéndome la paz.
De a poco, la luz celeste se fue esfumando, desgajadamente.
Entonces, recobrado de aromas e imágenes,
me tiré en la cama de Rogelio y lloré.
Lloré por ella y por mí.
“Ana. Mamá. Mamana...”.
Lloré por los años que nos habían robado.
“Botón, botella, soy hija de las estrellas”.
Lloré por sus jóvenes ganas de cambiar el mundo.
“Camilito, camilón, mi hijo será gorrión.”
Lloré por las horas de canciones que no escuché
ni escucharé.
Lloré por las atrocidades que sufrió.
“Mamá. Mamanita...”.
Lloré por las noches en que traté de justificar mi
esencia de huérfano.
Lloré.
Amarga y pausadamente, hasta que los ojos dejaron
de dolerme. Hace cuatro días que estoy de pie
frente al viento grande, duro como una montaña. No
voy a seguir esperando. La historia que me dijo el
Árbol viene conmigo. Es firme como un bastón tallado
en madera antigua. Yo me apoyo en ella y doy el
paso contra la pared de aire.
“No hay tumbas para la verdad” en Los sapos de la memoria,
cap. XIV.
© Graciela Bialet.
1
No hay tumbas para la verdad
Graciela Bialet
¿Nos bastará esgrimir
los argumentos de la inocencia?
Osvaldo Pol
El tío Hugo cumplió como siempre su palabra y
me consiguió el libro que había elaborado la Comisión
Nacional sobre la Desaparición de Personas.
Yo quería revisar ese informe para ver si encontraba
el nombre de mi mamá que estaba desaparecida
desde la última dictadura militar. Desaparecida.
Como si se hubiese desvanecido en el aire, o se la
hubiera tragado la tierra, o esfumado como por arte
de magia, según parecía creer mi abuela intentando
argumentarme la vida con ositos de peluche aún a
mis 17 años.
Aquel día a la salida de clases, le dije a la abuela
Esther que me iba a estudiar a lo de un compañero
que ella no conocía, pero en realidad me fui al departamento
de Rogelio. A esa hora, seguro, estaba
en su oficina. Él siempre dejaba las llaves bajo un
mosaico flojo del pasillo y yo sabía que podía usarlo
para todo tipo de emergencias.
En realidad, Rogelio esperaba que fuera con chicas
para luego expurgar con lujo de detalles la confesión
de mis amores y disfrutar mis pasiones de
juguete como viviendo así una juventud distinta a la
suya entre rejas. Él estuvo preso desde los dieciocho
hasta los veinticinco años por repartir volantes
subversivos en la puerta de la facultad; y en la cárcel
conoció y compartió celda y golpes con mi viejo.
Creo que por eso, a veces se la da de padre conmigo
y me repudre con consejos de inconfesada procedencia
machista; pero me divierte mucho cuando
inventa fábulas mezclando mi realidad con sus ficciones
en cuentos que, de pequeño, me hacían sentir
un pánico varonilmente apadrinado, desasfixiándome
de tanta abuela. Pobre Rogelio, cuando estoy de
humor le sirvo unas cervezas y le sigo la corriente,
porque sé que arma el rompecabezas de su historia
con mis breves piezas de experiencia; y además porque
le debo una: él fue la única y última compañía de
mi papá antes de morir en cana.
Por lo que Rogelio me cuenta de aquella época,
todo era subversivo: pensar distinto era subversivo,
ser joven era un delito subversivo, hacer el amor
antes de casarse era promiscuidad subversiva, cantar
las canciones de John Lennon era reproducir
modelos subversivos, usar el pelo largo y los jeans
desflecados era un modo de mostrarse subversivo.
Para mí que creer que todo era subversivo estaba
de moda.
Me instalé cómodamente en la cocina de Rogelio
y me preparé unos mates, decidido a no moverme
de allí hasta encontrar lo que buscaba, y aunque
estuve tentado de llamar a Carola aprovechando la
intimidad de la ocasión –“Ay, Carola, cómo me gusta
verte, tocarte, sentirme en tu cielo, derretirme en
tu verde misterio, ¡ah!” –opté por bancármelas solo
con mis problemas. Tal vez su magia me susurró que
hay pasiones que sólo se viven con uno mismo.
Revisé el libro hoja por hoja esquivando las ganas
de vomitar que me producía cada relato, en la certeza
de que eso no había sido investigado y escrito
bajo anestesia de ninguna cerveza, y comprobé que
los cuentos de terror de Rogelio sólo eran nanas infantiles
al lado de aquellas desgarradoras historias
del libro: secuestros, centros clandestinos de detención,
el exterminio como arma política, la impunidad
con que los represores se movían, actitudes de la
iglesia, de algunos funcionarios, cómo se coordinaba
la represión en toda Latinoamérica, documentos,
listas de detenidos desaparecidos, niños, embarazadas
y adolescentes torturados.
Leyendo sobre los niños arrebatados de su hogar
junto a sus padres, pensé en mi suerte y en mi
mamá, abandonándome escondido en el canasto de
la ropa sucia. Sólo recuerdo gritos extraños, y a ella
diciéndome algo mientras me tapaba con manteles
y camisas adentro de un cesto de mimbre. ¿Qué sucedió
aquella noche? ¿Por qué me dejaron allí? ¿No
me habrían visto? ¿O en realidad yo no estaba ahí
cuando secuestraron a mi madre?
–¡Oh!, Camilo, ¿otra vez con eso? Ya te he dicho
una y mil veces que la vida sigue desovillando su
carretel y el hilo nos teje artesanalmente a un destino.
No tientes a la avispa de los recuerdos –me
dice mi abuela cada vez que le pregunto, dando por
terminado el tema con un oportuno suspiro al borde
del infarto. Ella nunca supo explicarme bien lo que
pasó, pareciera que mi vida comenzó el día que aparecí
en su casa.
El informe seguía su repugnante relato: el saqueo
y el lucro de la represión, la familia como víctima,
inválidos y lisiados también blancos para la tortura,
allanamientos.
Los capítulos se sucedían uno al otro sin mermar
su asqueroso discurso.
El mate amargo endulzaba la lectura.
Finalmente, en la página 323 encontré el nombre
de mi mamá: Ana Calónico de Juárez, 26 años, secuestrada
de su domicilio el 21 de septiembre de
1977.
La vista se me acalambró y se resistía a leer. A
regañadientes obligué a mis ojos a dar sus saltos decodificando
líneas y letras. Eran solo seis renglones.
Pensé inmediatamente en no volver a dirigirle la
palabra a la abuela, porque si ella había recurrido a
todos los organismos de defensa de los derechos
humanos buscando a mamá, como me había dicho,
la hubiera encontrado hace mucho en esta maldita
página 323 igual que yo.
Me sentía brutalmente estafado, pero mi curiosidad
iba más rápido que la bronca y seguí leyendo.
Así me enteré que mamá había sido vista en un
destacamento militar utilizado como centro de detención
clandestino llamado La Perla. Allí la habían
torturado con electricidad atada a un elástico metálico
luego de ser violada por varios guardias, y no se
supo más de ella después de que la sacaron en un
camión junto a otras dos mujeres. Se presume que
fueron arrojadas al pozo de una cantera de cal sin
apagar, a pocos kilómetros del lugar de cautiverio.
Me floreció un sudor pegajoso en la cara y quedé
ciego no sé por cuánto tiempo. Hubiera querido llorar
con calma, pero la furia se me agitaba en el pecho
arremolinándome los rencores y no me dejaba
comportar como hubiera sido debido.
–¡Los odio! ¡Malditos hijos de puta! –grité zambulléndome
en el mantel. Me levanté tirando hacia
atrás la silla y pateé doscientas veces una alfombra
de cuero de vaca que Rogelio tenía entre la cocina y
el living, dejándola hecha un bollo frente a la puerta
de entrada.
Una fuerza irreconocible que me nacía del alma
me cristalizó la garganta y tuve que hacer un enorme
esfuerzo para llegar al baño a echarme agua sobre la
cabeza y poder así volver a respirar.
Imaginé todas las traidoras razones por las cuales
me ocultaron la verdad sobre la muerte de mi
madre. ¿Acaso uno no es dueño de su historia, por
dolorosa y terrible que sea?
Me sentí culpable de tener bronca contra mamá
por haberme dejado solo en ese canasto sucio; creo
que alguna vez hasta llegué a odiarla. Me brotaron
unas ganas terribles de poder pedirle perdón. Quise
abrazarla en mis recuerdos pero la había borrado
para no sentir ese odioso sentimiento de abandono.
¿Cómo era su cara? ¿Sus ojos? ¿Su pelo acariciaba
en abrazos como los de la madre de mis amigos?
¿Era más bonita cuando se reía o cuando cantaba?
¿Jugaba conmigo? ¿Su risa sonaba a cascada o a pájaro?
¿Cómo era más allá del celuloide de las fotos?
¿Cómo era que no me acuerdo?
¡No tenían derecho a obligarme a olvidar! Yo quisiera
pensar en ella y recordar su rostro, su sonrisa.
¡No les voy a perdonar nunca que me mintieran,
porque ocultarme hasta el más mínimo detalle, es
como haberme mentido en todo! ¿Qué se creyeron?
¿Vivieron en mí lo que perdieron?: la abuela a su hija,
Rogelio su juventud. Ellos tienen sus recuerdos, por
asquerosos o tristes que sean, ¿pero yo?
“Al único que pienso seguir dándole bola es al tío
Hugo”, pensaba entre cortinas de bronca.
Creo que por primera vez en la vida sentí deseos
incontenibles de morirme de pena.
Quería que el centrifugado de imágenes, gritos y
sudores que me sacudían, acabara destripándome.
Hubiera deseado encender el fuego más irremediable
del universo para quemar todo.
Me hubiera arrancado los ojos para que dejaran de
pincharme las entrañas y empecé a sentir aquella furia
incontrolable de hacía unos momentos. Pero justo
cuando estaba envuelto en la peor llamarada de
odio, vino a mi rescate una luz infinitamente celeste,
como un retazo de cielo desperdigando esencias de
vida, y se instaló delante mío la sonrisa de mamá,
aquella que me perseguía en sueños por las noches.
Ella se plantó frente a mí, en camisón, con su rostro
acaramelado de canción de cuna, y acariciándome
entre el mimbre de aquel viejo canasto, cantó
una canción de cuna extraña:
“Botón, botella, soy hija de las estrellas.
Camilito, camilón, mi hijo será gorrión”.
Vi su rostro joven y sereno. Recordé sus nanas
y las figuras que hacíamos con masa de sal cuando
volvía de su trabajo. Me acordé de las cuadras
que caminábamos juntos desde la guardería a casa,
contándome adivinanzas y juegos de palabras que
yo trataba de repetir en mi media lengua. Escuché
mi voz de niño llamándola “mamana, mamanita”,
compactando sus nombres, y a ella festejando mi
picardía. Sentí su olor a margaritas frescas, su risa
de sapo croando hipos que me arrancaban carcajadas,
y caricias que ya no quería olvidar.
Su imagen se plantó frente a mí como en una nube
de reminiscencias recién cortadas.
Era mi mamá, era ella. Lo supe porque luego de
un momento, me recordó aquel: “Te quiero con toda
mi alma, hijito; lo mejor que tengo para darte es la
libertad. No lo olvides nunca” –con el que me despidió
esa noche de horrores entre el mimbre. Entonces
me envolvió un perfume salado de recuerdos
devolviéndome la paz.
De a poco, la luz celeste se fue esfumando, desgajadamente.
Entonces, recobrado de aromas e imágenes,
me tiré en la cama de Rogelio y lloré.
Lloré por ella y por mí.
“Ana. Mamá. Mamana...”.
Lloré por los años que nos habían robado.
“Botón, botella, soy hija de las estrellas”.
Lloré por sus jóvenes ganas de cambiar el mundo.
“Camilito, camilón, mi hijo será gorrión.”
Lloré por las horas de canciones que no escuché
ni escucharé.
Lloré por las atrocidades que sufrió.
“Mamá. Mamanita...”.
Lloré por las noches en que traté de justificar mi
esencia de huérfano.
Lloré.
Amarga y pausadamente, hasta que los ojos dejaron
de dolerme. Hace cuatro días que estoy de pie
frente al viento grande, duro como una montaña. No
voy a seguir esperando. La historia que me dijo el
Árbol viene conmigo. Es firme como un bastón tallado
en madera antigua. Yo me apoyo en ella y doy el
paso contra la pared de aire.
“No hay tumbas para la verdad” en Los sapos de la memoria,
cap. XIV.
© Graciela Bialet.
Este fragmento de la novela "Los sapos de la memoria" fue selecionado como material de lectura para la próxima Jornada Nacional de Lectura, con motivo de conmemorarse el día 24 de marzo, el Día de la Memoria.
ResponderEliminar"Se puede vivir como si no existiera el pasado; caminar kilómetros
para alejarse de la propia huella, creer que se avanza
evitando volver la vista atrás.
Poner en palabras, en cambio, plantea el desafío de mirar al
dolor directo a la cara. Es una tarea difícil pero son ellas, las
palabras, las que nos ayudan a nombrar el horror, el miedo,
darles forma y quizás, poder asir aquello que duele. Son
las palabras las que nos permiten construir una memoria
en común, e iniciar un nuevo camino. Marzo sigue siendo
un mes en carne viva; aunque intentemos transcurrir sin
detenernos ante nada, caminar sin ver nos hace tropezar.
Esta colección reúne textos de autoras y autores argentinos
que tomaron la palabra para hablar de este pasado, desde
la diversidad de planos: la identidad, la pérdida, el miedo,
las prohibiciones, la posibilidad de imaginar, la necesidad
de contar con alguien.
Frente al silencio y al ocultamiento, una, dos; decenas de
voces brotan. Con Memoria en Palabras quisimos acercar
esta experiencia a las escuelas. Sembrar historias, relatos
tejidos con tinta para lograr, quizás, que germine un jardín
entre tanta oscuridad. "
PLAN NACIONAL DE LECTURA